El carcelero

No era exactamente una escalera. Era un piso que había que bajar, y había que hacerlo por un hueco completamente oscuro y angosto procurando poner los pies en las piedras de superficie irregular que sobresalían a lo largo del descenso, para no caer rodando hasta abajo. Era el antepozo del cuerpo de guardia de la torre de entrada a la ciudad. Y nunca era fácil.
Ese era el lugar reservado para los prisioneros con delitos de sangre. Había que llevar al reo bien sujeto porque sabía que ese era el último recorrido que haría en su vida, y a poco que pudiera revolverse, lo haría con toda seguridad para morir matando o salvarse. Al menos lo intentaría como acto desesperado y capital. Era el momento más difícil y peligroso para mí, como carcelero.
A mi cargo siempre tenía muchos reos. Prisioneros acusados de cometer delitos comunes y también delitos de sangre. A la hora de transportarlos tenía que encadenar a los reos más peligrosos de pies y manos.
Un soldado del cuerpo de guardia me ayudaba. Y entre los dos lo transportábamos, lo cogíamos a pulso como podíamos; o lo arrastrábamos.
Ellos no dejaban de gritar y blasfemar a voz en grito. Se retorcían y contorsionaban como serpientes y apenas nos permitían caminar. La parte más difícil era bajarlos hasta el sótano. Cuando llegábamos al hueco por el que había que bajar, muchas veces, los empujábamos para que cayeran por sí solos.
Ni en la escalera, (ya he dicho que no era una escalera propiamente dicha), ni en el sótano, ni en la mazmorra, entraba luz alguna. Era el lugar más oscuro del mundo y por eso tenía que alumbrar con dos antorchas que previamente colocaba por el camino; una a la entrada de la escalera y otra abajo del todo.
Luego bajábamos al reo a la fuerza, si no lo habíamos empujado ya. Cuando lo teníamos abajo lo colocábamos en el borde del agujero y levantábamos la trampilla. Allí había que tirarlo, pero antes tenía que quitarle las argollas y las cadenas y ese era el momento que aprovechaba para atacarnos, a mí y al soldado.
Algunas veces estaba tan desfallecido, o muerto de miedo, que no intentaba nada, y yo sólo tenía que darle un empujón.
Caía adentro, desde unos tres metros y medio, como un saco de harina, y ahí se quedaba hasta morir, en la oscuridad más absoluta haciéndole compañía a otro que, la mayoría de las veces, ya estaba muerto. Pero otras veces, se revolvía tanto que tenía que romperle algún hueso para que no pudiese atacarme. El agujero despedía un olor a podredumbre, heces y descomposición de tal intensidad, que enajenaba los sentidos. Con la poca cordura que nos quedaba a todos, a veces acertábamos a bajar una cesta con una cuerda para que el reo que acababa de llegar hasta su tumba en vida, cargara el cadáver de su compañero anterior y yo lo izaba, Lo sacaba de la Torre, lo vendía como abono.
Luego dejaba caer la tapa de la trampilla y el trabajo ya estaba hecho. Recogía las antorchas y subía con ellas hasta el cuerpo de guardia. Dejándolas junto a la chimenea y me ponía a comer con los demás soldados.
Jamás me preocupé por aquellos desdichados. No había nada por lo que preocuparse. En la torre había más presos. Las mazmorras siempre estaban llenas. Más cuando era día de mercado o la feria.
Los ladrones, truhanes y estafadores no desperdiciaban la ocasión para cometer sus fechorías.
Teníamos cinco cepos para los presos preventivos. No solían estar encerrados más de un mes. Allí permanecían con los tobillos entallados en los maderos, a veces sentados y otras veces tumbados sobre la paja. Otros de pié, con la argolla en el cuello pegados a la pared y los pies de puntillas para no descoyuntarse. Así dormían y pasaban largas horas para darles tiempo a pensar en lo que habían hecho.
Los días de feria, los sacaba y los exponía en la plaza para vergüenza pública y escarmiento general. Permanecían durante días estirados, casi colgando de la pared y con los pies a penas tocando el suelo.
Y mientras tanto, en otras dos mazmorras de tres por tres metros, se hacinaban quince presos sin más comodidad que un montón de paja para dormir y un agujero en el suelo para las necesidades. Y aún con suerte. Porque el agujero iba a parar a la mazmorra más ancha, la que estaba abajo del todo y donde cumplían condena los menos afortunados.
Esos eran los que estaban encerrados en los cimientos del cuerpo de guardia; con el agua podrida y las heces del resto de los presos, humedad, gusanos y bichos de todas clases, donde no entraba ni el aire ni la luz del sol.
Allí penaban los que habían tenido menos suerte. Estos casi nunca salían vivos tampoco. Las infecciones, la insalubridad y las pústulas, el frío y la humedad, se encargaban de dar cuenta.
Yo ordenaba que se rasparan aquellos pozos inmundos, de primavera en primavera, y vendía la sustancia, a buen precio, como abono, siempre muy apreciado en el campo.
No sé cómo ni con qué humor, pero la última vez que bajé a recoger aquella hez, alguien había escrito con excrementos en la pared: «A esta mazmorra vine a parar por culpa de una moza a la que me quise beneficiar«
No creo que las generaciones venideras vayan a tener más conciencia que las que aquí habitaron, ni mejores conductas, o virtudes más vistosas. Y tampoco creo que vayan a vivir mejor, porque la condición humana no deja margen para otra cosa. Pero sí más distraídos de sí mismos por mor del simple avance de los tiempos y el continuo jugar con la inconsciencia y más jugar.

nosenicomonisenicuando.wordpress.com
Alma y viento (semblanzas)

Deja un comentario